(Por Mercedes Ezquiaga) En el flamante libro «Arte argentino de los años noventa. Ensayos, documentos, testimonios y cronologías», el crítico Fabián Lebenglik y el coleccionista Gustavo Bruzzone reúnen escritos concebidos por distintos autores durante esa década, un volumen exhaustivo y heterogéneo donde se analiza la producción de una época que orbitó alrededor del Centro Cultural Rojas, en manos de una generación a la que «no se le perdonaba que expresara su padecimiento con alegría».
El volumen de más de 600 páginas -publicado por Adriana Hidalgo Editora- ve la luz más de veinte años después de su fecha original de aparición: el libro no se pudo publicar en el año 2000, como estaba previsto inicialmente, y finalmente llega ahora a las librerías, en el contexto de un creciente interés a nivel local pero también internacional por las artes visuales argentinas de aquel período, con nombres como Liliana Maresca, Feliciano Centurión, Omar Schiliro, Marcelo Pombo y tantos otros.
«El de los 90 es un arte plebeyo, que trajo un cambio de estilo y de materiales. En muchos casos, estos artistas no hubieran podido acceder al mundo del arte ni a las galerías en otras épocas. Venían de lugares desplazados. Entonces hay una reivindicación de los contextos dispares y también de los materiales que utilizaban, que tenían que ver con la escasez. Muchas veces eran cosas compradas en Once», explica el editor y crítico Fabián Lebenglik en una entrevista con Télam.
El inmenso volumen, que bien podría funcionar como la biblia argentina del arte de los 90, es un documento histórico, ya que los textos fueron escritos hace más de 20 años, al calor de lo que estaba sucediendo en la misma escena: «Este libro es una cápsula del tiempo», asegura en el prólogo Lebenglik, quien además fue director del Centro Cultural Rojas de la U.B.A. entre 2002 y 2006.
En el primer tramo del libro, aparecen un conjunto de ensayos especialmente comisionados y escritos apenas clausurado el siglo XX, por especialistas que vieron y pensaron muy bien las artes visuales argentinas de aquel período: así, mientras Maria José Herrera analiza la consagración de la figura del «curador» en esta década, Eva Grinstein inspecciona el pasaje de la escultura hacia el objeto y Rodrigo Alonso desmenuza los alcances del videoarte, por dar algunos ejemplos.
También aparecen textos que analizan la relación del arte de los 60 con el de los 90 -un «referente privilegiado»-, el rol de los museos, las secuelas de la dictadura, las políticas del cuerpo, la fotografía y otros tópicos, desde una mirada que excede a Buenos Aires y se amplía a otras provincias como Córdoba, Santa Fe, Tucumán, Mendoza y la Patagonia.
La segunda parte del volumen se compone de una amplia selección de artículos, reseñas y entrevistas de Lebenglik, publicados entre 1990 y 1999 en el diario Página/12, ya que el autor, junto con Bruzzone, fueron en aquellos años testigos y protagonistas del fenómeno.
La tercera parte de «Arte argentino de los años 90» reúne decenas de testimonios de los protagonistas de las artes visuales de entonces que hoy se resignifican por su lucidez -como Diana Aisemberg, Oscar Bony, Sergio De Loof, Jorge Gumier Maier o Federico Klemm- y, por último, al final del recorrido se encuentran cronologías de las exposiciones, artistas y lugares de exhibición que han sido hitos de aquel entonces.
«Un arte de fin de siglo que fue de todo menos light», continúa Lebenglik, desde el prólogo del volumen, al recuperar uno de los más recordados debates intelectuales que surgieron a comienzos de los años 90: la categoría de «arte light» con la que se (des)calificó a aquellas producciones, y a la que se contrapuso con la expresión «arte bright», desde la misma Galería del Rojas, bajo la dirección y curaduría del artista y gestor Jorge Gumier Maier, quien sería luego sucedido en el cargo por Alfredo Londaibere.
Si bien el Rojas fue el corazón latente de esta escena artística, no escapa a este volumen un repaso por la fuerza de lo interdisciplinar -característica clave de aquella época- que sobrevolaba a través del teatro, el happening o la performance, especialmente de noche, a través de espacios icónicos de ese entonces como Cemento, el Parakultural con Batato Barea y Alejandro Urdapilleta, el Bar Bolivia y los desfiles de De Loof, o el grupo Mariscos en tu Calipso, por ejemplo en espacios de San Telmo, donde funcionaba también el Espacio Giesso.
En las obras de los años 90, había una «tensión entre bello y berreta, entre tonto y lindo, entre pobre y lujoso», como enumera por ejemplo en su ensayo el artista Nicolás Guagnini, uno de los invitados a escribir junto a nombres como Marcelo Pacheco y Andrés Duprat.
«Creo que mi arte no es para nada liviano. Puede tener una apariencia frágil o ridícula, pero me parece que estamos trabajando tanto como cualquier otro artista», son las palabras de Omar Schiliro, expresadas en un ciclo de charlas de 1993, que rescata en su ensayo el crítico Rafael Cippolini, al retomar una famosa discusión entre Schiliro y Jorge Macchi, quien le preguntó en esas mismas charlas «qué querían decir las palanganas» que incluía en sus obras. «Un folklore de pobreza», analiza Cippolini sobre el arte producido durante el menemismo, donde también los artistas daban cuenta de una rotunda decisión de no «aparentar», de allí los materiales como brillantina, peluches, palanganas.
El de los artistas del Rojas, escribe Inés Katzenstein -actualmente curadora de arte latinoamericano del Museo de Arte Moderno de Nueva York- es «un arte que se leyó como kitsch, formal y desconectado de toda realidad», reflexiona la curadora sobre aquella producción que, por el contrario, trajo aparejada una reivindicación de las disidencias, del género, de las mujeres, del cuerpo, dentro de lo que fue la primavera democrática.
«Lo que no se le perdonaba a la generación del Rojas es que expresaran su padecimiento con alegría», recupera Lebenglik y ejemplifica: «Feliciano Centurión ya sabía que tenía sida y sin embargo pintaba sus sueños, que bordaba sobre frazadas, pintaba la felicidad en su frazadas. Uno no puede decir que es light el arte de alguien que está padeciendo una enfermedad terminal. Es un error conceptual tremendo, lo que ocurre es que ‘pegó’ en términos comunicacionales pero no era para nada liviano el arte de los 90», afirma.
Según escribe Lebenglik: «El arte de los 90 fue el último gran relato artístico porque luego vino la explosión de las redes sociales, que trajeron la fragmentación del campo artístico, el imperio del autobombo, los ‘egosistemas’ y las autoconsagraciones, para dar paso a múltiples y paradójicas utopías individuales y realidades paralelas», escribe a lo largo de estas páginas.
Para el compilador y autor, el libro debería incluir «dos etiquetados frontales: que es Google free, y que no contiene citas de redes sociales, que terminaron de fragmentar y de astillar todo, con los ecos del yo permanente y las auto consagraciones, cuando en los 90 eso no era así», concluye Lebenglik.
Con información de Télam
Fuente: El Destape